sábado, 27 de octubre de 2012

Hablar en presente


A fines del año pasado salió al ruedo una revista más, Mancilla. Revista de reflexión y ensayos sobre la actualidad, las ciudades, la cultura, la literatura y la política argentina. La consigna parece ser simple, pero de una simpleza paradójica: escribir en presente con aspirando a que esa mirada sobre el hoy perdure, no se vuelva "periodística", asumiendo  como válida la premisa que no hay nada más viejo que el diario de ayer. Así es que mediante entrevistas, opiniones, ensayos se interroga nuestro presente. 
El equipo de la revista está conformado (según la información que suministra el número 3 de la revista) por Pablo Gasloli, Juan Laxagueborde, Nicolás Maidana, Martina Masera Lew, Florencia Minici y Clara Muccillo. Ellos, a su vez, han convocado en estos tres números a una serie extensa de intelectuales y artistas para aportar su mirada sobre los tópicos que se proponen para cada número.

El facebook de la revista, acá

Mancilla #1 (la época)
Noviembre 2011
80 págs
Contenidos
- Textos y texturas del kirchnerismo. Con artículos de Fernando Alfón, Juan Laxagueborde, Florencia Minici, Guillermo Korn, Alejandro Swieczewski.
- Entrevista a Gisela Catanzaro 
- Equivalencias exóticas: Artículo de Fermín Álvarez Ruíz y Diego Hernán Cosentino, Diego Caramés.
- Superficies: Artículos de Paula Trama, Cecilia Ado Ferez
- Epílogo: un artículo sobre Mansilla y la frontera por María Pía López







Mancilla #2
Abril 2012
128 págs
  Contenidos
Bahía Blanca: artículos de Guillermo David, Violeta Kesselman, Alejandro Rubio.
¿Vive la contracultura?: artículos de Claudio Iglesias, Carlos Gradín, entrevista a Daniel Melero (Nicolás Maidana), Pablo Gasloli, Florencia Qualina, Pablo Farrés

Entrevista: a Fermín Rodríguez
Constantes con variaciones: artículos de Florencia Minici, Silvio Lang, Rocco Carbone y Leonardo Eiff, Cecilia Abdo Ferez y Mariano Molina, Diego Tatián, Juan Laxagueborde, Fermín Álvarez Ruíz y Maximiliano Cosentino
Epílogo: artículos sobre Mansilla. Esta vez Osvaldo Baigorria, César Aira





Mancilla #3
Agosto 2012
92 págs

Contenidos
Neuquén: Artículos de Alfredo Jaramillo, Cecilia Eraso, Agustina Paz Frontera
Poscinefilias: artículos de Marcos Vieytes, Nicolás Maidana, Silvia Schwarzböck, 
Fermín Álvarez Ruíz y Maximiliano Cosentino, 
Entrevista: a Martín Rodríguez
Los sentidos comunes: artículos de Juan Laxagueborde, María Pía López, Alejandro Rubio, Florencia Minici
Epílogo: un artículo de María Moreno


viernes, 26 de octubre de 2012

Me va a encantar...

                                                            (link a la foto acá)



"Me va a encantar el Siglo XXI", una compilación de poemas de Mark Strand es un libro de poesía que no sólo es poesía. Su lectura te hace transitar bastante más que "goce estético". 
Acá, en esta foto, Ezequiel Zaidenwerg (traductor del libro que editó Gog y magog Ediciones) junto al mismísimo Mark Strand.












Que las cosas mantengan su entereza (Mark Strand)

En un campo,
"Me va a encantar el Siglo XXI"

Mark Strand
Trad. Ezequiel Zaidenberg
Gog y Magog 
yo soy la ausencia
de ese campo.
Eso se cumple siempre:
donde quiera que esté
soy lo que falta.

A mi paso,
el aire se separa
y siempre vuelve a unirse
llenando los espacios
donde estuvo mi cuerpo.

Todos tienen razones
para moverse,
yo me muevo para
que las cosas mantengan su entereza.




Cortejo (Mark Strand)

Hay una chica que te gusta, así que le decís
que tu pene es muy grande, pero que
no lo podés usar. Sus exigencias son ridículas, decís,
incluso contraproducentes, pero de todos modos hay que satisfacerlas,
breve, disimuladamente, en la penumbra.

Cuando cierra los ojos horrorizada, vos
te desdecís de todo. Le explicás que vos mismo sos casi
una chica y que su espanto te resulta comprensible.
Cuando ella está por irse, le decís
que vos no tenés pene, que no sabés

qué te pasó. Te arrodillás.
De repente se agacha para besarte el hombro, y te das cuenta
de que vas por buen camino. Le decís que querés
dar a luz hijos, que por eso parecés confundido.
Fruncís el ceño y maldecís el día que naciste.

Ella intenta calmarte pero vos estás enajenado. 
Le bajás la bombacha y le pedís disculpas a la vez.
Ella intenta zafarse. Vos aullás como un lobo. Tu deseo
parece colosal. Sabés que va a ser tuya.
Tomada por asalto, ella es la chica con quien vas a casarte.

sábado, 20 de octubre de 2012

Joseph Brodsky - algunos poemas de "Canción de cuna y otros poemas"


En una conferencia

Como los errores son inevitables, alguien podría creer
que soy un hombre parado en esta aula
frente a todos ustedes. Pero en una hora, digamos,
eso se habrá corregido, por mi gracia y por la suya,
y el lugar quedará de nuevo en poder de las partículas elementales,
libres de la rigidez de una forma humana concreta o de cierto tipo
de asamblea. Algunas partículas todavía son libres. No todo es polvo.

Así las cosas, mi falta de predisposición para reconocer
que soy yo quien está ahora aquí ante ustedes, o exactamente
lo contrario, tiene menos que ver con mi modestia o solipsismo
que con mi respeto por el futuro inmediato de la habitación,
por esas partículas que flotan libres como antes mencionara,
posándose sobre la superficie lustrosa de mi cerebro.
Inaccesibles para el trapo húmedo ansioso por eliminarlas.

Lo más interesante del vacío
es que se encuentra precedido por lo lleno.
Los primeros que así lo entendieron fueron, creo,
los dioses griegos, cuyo fuerte era justamente su ausencia.
Piensen, entonces, que ensayan para el bis divino
y que mi actuación se ofrece, claro está, para la galería.
Todos nuestros actos son por vanidad. Pero estoy apurado.

Una vez conocido el futuro, es posible adelantarlo.
Así lo hacen las esculturas y los muebles de mi casa.
La humildad no es una virtud sino una necesidad
que se reconoce sobre todo cuando cae la noche.
Si bien es cierto que, desde el punto de vista numérico,
es más fácil no ser yo que no ser ustedes. Como le confesó
el cisne al lago: no me gusto. Pero sos bienvenido a mi reflejo.



A mi hija

Dame otra vida y seguiré cantando
en el café Raffaela. Y me quedaré ahí sentado
o parado como un mueble en un rincón
si esta vida nueva es menos generosa que aquella.

Así y todo, en parte porque desde ahora ningún siglo podrá 
arreglárselas sin jazz ni cafeína, soportaré este sufrimiento 
y a través de mis huecos y mis grietas, de todo el polvo 
y los barnices, te observaré, en veinte años, en tu florecida flor.

Recuerda que, en general, seguiré existiendo. O más bien 
que un objeto inanimado podría ser tu padre, 
en especial si los objetos son más viejos o grandes que vos, 
así que miralos atentamente, porque sin duda te juzgarán.

Ama esas cosas, te tropieces o no con ellas. 
Además, quizá todavía recuerdes una silueta, un contorno, 
cuando yo haya perdido hasta eso, junto con el resto del equipaje. 
Así, estos versos, algo acartonados, en nuestra lengua en común.


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"Canción de cuna y otros poemas"
Joseph Brodsky
Trad. Walter Cassara y Daniela Camozzi
ISBN: 9789871586097
Huesos de Jibia
96 págs


Reedición de Canción de cuna y otros poemas, de Joseph Brodsky (la primer edición data del 2010). Aunque ya lo habíamos anunciado el mes pasado (pueden ver la nota en el siguiente link), les contamos que se trata de una edición corregida y aumentada, con traducción de Daniela Camozzi y Walter Cassara. Posee, además, un estudio crítico escrito por Cassara y titulado “Expreso transiberiano”, que fue incluido en el libro de su autoría El oído del poema (Bajo la luna, 2010, Primer premio de Ensayo del Fondo Nacional de las Artes).


“Como en una botella de Klein o en las geometrías no euclidianas de Gauss y Lobachevsky, en el imperio brodskyano todo es puro vértigo y desasosiego del espacio infinito, todo ondula en la oblicuidad del universo, todo se distorsiona, se desploma o levita, indefectiblemente, en la curvatura del espacio-tiempo, y “sólo de un rincón cubierto de polvo y telarañas/podría decirse con justicia/que está en ángulo recto.” Walter Cassara

J. R. Wilcock - Poemas de "Italienisches Liederbuch"

20


No estés mucho tiempo lejos de mí
si no quieres que el recuerdo lo invada todo
y no deje más lugar a la presencia,
a menudo te veo bajo los árboles,
te repiten las calles, la bañera,
los cuartos, los discos, y el mar es igual a ti,
te tengo aquí en los ojos como un aparato
ofralmológico de precisión,
y también si subo al techo te veo,
no estés mucho tiempo lejos de mí,
no querrás diluirte en el espacio infinito
de mi vista que se extiende en los años,
cuando estudiabas conmigo en el '39
o cuando te aburrías en la Torre de Londres
llena de hierros negros en el '51,
y ayer en el valle de Caffarella
que ni siquiera te pareció lindo,
no querrás diluirte en el tiempo infinito:
no estés mucho tiempo lejos de mí.


31

Ahora estoy completamente solo,
ahora que llenas mi universo,
este alegre universo en expansión
con galaxias, cefeidas, supernovas,
y tú detrás de cada grado del espacio,
que una palabra tuya contrae 
y concentra en tu sola persona 
de nuevo como un astro en pulsaciones:
no tengo más amigos, no tengo más interés por nada,
estoy aquí estudiando tu cosmografía,
tus emisiones de radio, tus sizigias,
más exactamente tu boca y tus ojos,
más exactamente aquello que está en el fondo de los ojos,
y todavía más exactamente, a ti.


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Italienisches Liederbuch
J. R. Wilcock
Trad. Guillermo Piro
ISBN: 9789871586134
Huesos de Jibia
62 págs



Italienisches Liederbuch es un ciclo de poemas de amor que J.R. Wilcock escribió en sólo trece días, entre el 4 y el 16 de Julio de 1973, en su retiro de Lubriano, provincia de Viterbo, a 60 Km al norte de Roma, donde el gran poeta argentino vivía autoexiliado, continuando con una leyenda de misántropo despiadado, escritor aristocrático, cultísimo y “decadente”, que lo había llevado a a alejarse del país a mediados de 1950.

En este libro, que se publica por primera vez en español, Wilcock proyecta la luz de una experiencia amorosa fulminante, al tiempo que recrea el pasado histórico de la civilización occidental, trazando un itinerario personal y cáustico por las ruinas de Roma y por las marcas que ésta sobreimprime, como un desleído mosaico o un collage bizarro, en la modernidad.

Recién llegados!!! - Ed. Huesos de Jibia

Por fin, la hermosa y cuidada editorial Huesos de Jibia, comandada por Walter Cassara, desembarcó en Lilith. Acá una breve presentación de algunos de sus títulos. Todas traducciones. Todos preciosos libros.






Ensayo poético
"El nombre del Rey de Asiné"
Yves Bonnefoy
Trad. Arturo Carrera
ISBN: 9789871586158
Huesos de Jibia
52 págs



























Poesía - Edición bilingüe



"Canción de cuna y otros poemas"
Joseph Brodsky
Trad. Walter Cassara y Daniela Camozzi
ISBN: 9789871586097
Huesos de Jibia
96 págs
"Italienisches Liederbuch"
J. R. Wilcock
Trad. Guillermo Piro
ISBN: 9789871586134
Huesos de Jibia
62 págs

























"Las Auroras del Otoño"
Wallace Stevens
Trad. y Prólogo de Roberto Echavarren
Huesos de Jibia

52 págs
"Hojas de hierba/ Canto a mí mismo"
Walt Whitmann
Vers. Daniel R. Fernández Coronado

ISBN: 9789871586219
Huesos de Jibia
64 págs
















miércoles, 17 de octubre de 2012

Un día peronista - "La Fiesta del Monstruo" de Bustos Domecq


LA FIESTA DEL MONSTRUO
Aquí empieza, su aflición,
Hilario Ascasubi. La Refalosa.




.
Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica en forma. Yo, en mi condición de pie plano, y de propenso a que se me ataje el resuello por el pescuezo corto y la panza hipopótama, tuve un serio oponente en la fatiga, máxime calculando que la noche antes yo pensaba acostarme con las gallinas, cosa de no quedar como un crosta en la performance del feriado. Mi plan era sume y reste: apersonarme a las veinte y treinta en el Comité; a las veintiuna caer como un soponcio en la cama jaula, para dar curso, con el Colt como un bulto bajo la almohada, al Gran Sueño del Siglo, y estar en pie al primer cacareo, cuando pasaran a recolectarme los del camión. Pero decime una cosa ¿vos no creés que la suerte es como la lotería, que se encarniza favoreciendo a los otros? En el propio puentecito de tablas, frente a la caminera, casi aprendo a nadar en agua abombada con la sorpresa de correr al encuentro del amigo Diente de Leche, que es uno de esos puntos que uno se encuentra de vez en cuando. Ni bien le vi su cara de presupuestívoro, palpité que él también iba al Comité y, ya en tren de mandarnos un enfoque del panorama del día, entramos a hablar de la distribución de bufosos para el magno desfile, y de un ruso que ni llovido del cielo, que los abonaba como fierro viejo en Berazategui. Mientras formábamos en la cola, pugnamos por decirnos al vesre que una vez en posesión del arma de fuego nos daríamos traslado a Berazategui aunque a cada uno lo portara el otro a babucha, y allí, luego de empastarnos el bajo vientre con escarola, en base al producido de las armas, sacaríamos, ante el asombro general del empleado de turno ¡dos boletos de vuelta para Tolosa! Pero fue como si habláramos en inglés, porque Diente no pescaba ni un chiquito, ni yo tampoco, y los compañeros de fila prestaban su servicio de intérprete, que casi me perforan el tímpano, y se pasaban el Faber cachuzo para anotar la dirección del ruso. Felizmente, el señor Marforio, que es más flaco que la ranura de la máquina de monedita, es un amigo de ésos que mientras usted lo confunde con un montículo de caspa, está pulsando los más delicados resortes del alma del popolino, y así no es gracia que nos frenara en seco la manganeta, postergando la distribución para el día mismo del acto, con pretexto de una demora del Departamento de Policía en la remesa de las armas. Antes de hora y media de plantón, en una cola que ni para comprar kerosene, recibimos de propios labios del señor Pizzurno, orden de despejar al trote, que la cumplimos con cada viva entusiasta que no alcanzaron a cortar enteramente los escobazos rabiosos de ese tullido que hace las veces de portero en el Comité.A una distancia prudencial, la barra se rehizo. Loiácono e puso a hablar que ni la radio de la vecina. La vaina de esos cabezones con labia es que a uno le calientan el mate y después el tipo ?vulgo el abajo firmante- no sabe para dónde agarrar y me lo tienen jugando al tresiete en el almacén de Bernárdez, que vos a lo mejor te amargás con la ilusión que anduve de farra y la triste verdad fue que me pelaron hasta el último votacén, si el consuelo de cantar la nápola, tan siquiera una vuelta.
(Tranquila Nelly, que el guardaguja se cansó de morfarte con la visual y ahora se retira, como un bacán en la zorra. Dejale a tu pato Donald que te dé otro pellizco en el cogotito).
Cuando por fin me enrosqué en la cucha, yo registraba tal cansancio en los pieses que al inmediato capté que el sueñito reparador ya era de los míos. No contaba con ese contrincante que es el más sano patriotismo. No pensaba más que en el Monstruo y al otro día lo vería sonreírse y hablar como el gran laburante argentino que es. Te prometo que vine tan excitado que al rato me estorbaba la cubija para respirar como un ballenato. Reciencito a la hora de la perrera concilié el sueño, que resultó tan cansador como no dormir, aunque soñé primero con una tarde, cuando era pibe, que la finada mi madre me llevó a una quinta. Creeme, Nelly, que yo nunca había vuelto a pensar en esa tarde, pero en el sueño comprendí que era la más feliz de mi vida, y eso que no recuerdo nada sino un agua con hojas reflejadas y un perro muy blanco y muy manso, que yo le acariciaba el Lomuto; por suerte salí de esas purretadas y soñé con los modernos temarios que están en el marcador: el Monstruo me había nombrado su mascota y, algo después, su Gran Perro Bonzo. Desperté y, para haber soñado tanto destropósito, había dormido cinco minutos. Resolví cortar por lo sano: me di una friega con el trapo de la cocina, guardé todos los callordas en el calzado Fray Mocho, me enredé que ni un pulpo entre las mangas y las piernas de la combinación mameluco-, vestí la corbatita de lana con dibujos animados que me regalaste el Día del Colectivero y salí sudando grasa porque algún cascarudo habrá transitado por la vía pública y lo tomé por el camión. A cada falsa alarma que pudiera, o no, tomarse por el camión, yo salía como taponazo al trote gimnástico, salvando las sesenta varas que hay desde el tercer patio a la puerta de calle. Con entusiasmo juvenil entonaba la marcha que es nuestra bandera, pero a las doce menos diez, vine afónico y ya no me tiraban con todo los magnates del primer patio. A las trece y veinte llegó el camión, que se había adelantado a la hora y cuando los compañeros de cruzada tuvieron el alegrón de verme, que ni me había desayunado con el pan del loro de la señora encargada, todos votaban por dejarme, con el pretexto que viajaban en un camión carnicero y no en una grúa. Me les enganché como acoplado y me dijeron que si les prometía no dar a luz antes de llegar a Espeleta, me portarían en mi condición de fardo, pero al fin se dejaron convencer y medio me izaron. Tomó furia como una golondrina el camión de la juventud y antes de media cuadra paró en seco frente del Comité. Salió un tape canoso, que era un gusto cómo nos baqueteaba y, antes que nos pudieran facilitar, con toda consideración, el libro de quejas, ya estábamos traspirando en un brete, que ni si tuviéramos las nucas de queso Mascarpone. A bufoso por barba fue la distribución alfabética; compenetrate, Nelly; a cada revólver le tocaba uno de nosotros. Sin el mínimo margen prudencial para hacer cola frente al Caballeros, o tan siquiera para someter a la subasta un arma en buen uso, nos guardaba el tape en el camión del que ya no nos evadiríamos sin una tarjetita de recomendación para el camionero.
A la voz de ¡aura y se fue! Nos tuvieron hora y media al rayo del sol, a la vista por suerte, de nuestra querida Tolosa, que en cuanto el botón salía a correrlos, los pibes nos tenían a hondazo limpio, como si en cada uno de nosotros apreciaran menos el compatriota desinteresado que el pajarito para la polenta. Al promediar la primera hora, reinaba en el camión esa tirantez que es la base de toda reunión social pero después la merza me puso de buen humor con la pregunta si me había anotado para el concurso de la Reina Victoria, una indirecta vos sabés, a esta panza bombo, que siempre dicen que tendría que ser de vidrio para que yo me divisara aunque sea un poquito, los basamentos horma 44. Yo estaba tan afónico que parecía adornado con el bozal, pero a la hora y minutos de tragar tierra, medio recuperé esta lengüita de Campana y, hombro a hombro con los compañeros de brecha, no quise restar mi concurso a la masa coral que despachaba a todo pulmón la marchita del Monstruo, y ensayé hasta medio berrido que más bien salió francamente un hipo, que si no abro el paragüita que dejé en casa, ando en canoa con cada salivazo que usted me confunde con Vito Dumas, el Navegante Solitario. Por fin arrancamos y entonces sí que corrió el aire, que era como tomarse el baño en la olla de la sopa, y uno almorzaba un sangüiche de chorizo, otro su arrolladito de salame, otro su panetún, otro su media botella de Vascolet y el de más allá la milanesa fría, pero más bien todo eso vino a suceder ora vuelta, cuando fuimos a la Ensenada, pero como yo no concurrí, más gano si no hablo. No me cansaba de pensar que toda esa muchachada moderna y sana pensaba en todo como yo, porque hasta el más abúlico oye las emisiones en cadena, quieras que no. Todos éramos argentinos, todos de corta edad, todos del Sur y nos precipitábamos al encuentro de nuestros hermanos gemelos que, en camiones idénticos procedían de Fiorito y Villa Domínico, de Ciudadela, de Villa Luro, de La Paternal, aunque por Villa Crespo pulula el ruso y yo digo que más vale la pena acusar su domicilio legal en Tolosa Norte.
¡Qué entusiasmo partidario te perdiste, Nelly! En cada foco de población muerto de hambre se nos quería colar una verdadera avalancha que la tenía emberretinada el más puro idealismo, pero el capo de nuestra carrada, Garfunkel, sabía repeler como corresponde a ese fabarutaje sin abuela, máxime si te metés en el coco que entre tanto mascalzone patentado bien se podía emboscar un quintacolumna como luz, de esos que antes que usted dea la vuelta del mundo en ochenta días me lo convencen que es un crosta y el Monstruo un instrumento de la Compañía de Teléfono. No te digo niente de más de un cagastume que se acogía a esas purgas para darse de baja en el confusionismo y repatriarse a casita lo más liviano; pero embromate y confesá que de dos chichipíos el uno nace descalzo y el otro con patín de munición, porque vuelta que yo creía descolgarme del carro era patada del señor Garfunkel que me restituía al seno de los valientes. En las primeras etapas los locales nos recibían con entusiasmo francamente contagioso, pero el señor Garfunkel, que no es de los que portan la piojosa puro adorno, le tenía prohibido al camionero sujetar la velocidad, no fuera algún avivato a ensayar la fuga relámpago. Otro gallo nos cantó en Quilmes, donde el crostaje tuvo permiso para desentumecer los callos plantales, pero ¿quién, tan lejos del pago iba a apartarse del grupo? Hasta ese momentazo, dijera el propio Zoppi o su mamá, todo marchó como un dibujo, pero el nerviosismo cundió entre la merza cuando el trompa, vulgo Garfunkel, nos puso blandos al tacto con la imposición de deponer en cada paredón el nombre del Monstruo, para ganar de nuevo el vehículo, a velocidad de purgante, no fuera algún cabreira a cabrearse y a venir calveira pegándonos. Cuando sonó la hora de la prueba empuñé el bufoso y bajé resuelto a todo, Nelly, anche a venderlo por menos de tres pessolanos. Pero ni un solo cliente asomó el hocico y me di el gusto de garabatear en la tapia unas letras frangollo, que si invierto un minuto más, el camión me da el esquinazo y se lo traga el horizonte rumbo al civismo, a la aglomeración, a la fratellanza, a la fiesta del Monstruo. Como para aglomeración estaba el camión cuando volví hecho un queso con camiseta, con la lengua de afuera. Se había sentado en la retranca y estaba tan quieto que sólo le faltaba el marco artístico para ser una foto. A Dios gracias formaba entre los nuestros el gangoso Tabacman, más conocido como Tornillo sin Fin, que es el empedernido de la mecánica, y a la media hora de buscarle el motor y de tomarse toda la Bilz de mi segundo estómago de camello, que así yo pugno que le digan siempre a mi cantimplora, se mandó con toda franqueza su ?a mí que me registren?, porque el Fargo a las claras le resultaba una firme ilegible.

Bien me parece tener leído en uno de esos quioscos fetentes que no hay mal que por bien no venga, y así Tata Dios nos facilitó una bicicleta olvidada en contra de una quinta de verdura, que a mi ver el bicicletista estaba en proceso de recauchutaje, porque no asomó la fosa nasal cuando el propio Garfunkel le calentó el asiento con la culata. De ahí arrancó como si hubiera olido todo un cuadrito de escarola, que más bien parecía que el propio Zoppi o su mamá le hubiera munido el upite de un petardo Fu-Man-Chú. No faltó quien se aflojara la faja para reírse al verlo pedalear tan garufiento, pero a las cuatro cuadras de pisarles los talones lo perdieron de vista, causa que el peatón, aunque se habilite las manos con el calzado Pecus, no suele mantener su laurel de invicto frente a Don Bicicleta. El entusiasmo de la conciencia en marcha hizo que en menos tiempo del que vos, gordeta, invertís en dejar el mostrador sin factura, el hombre se despistara en el horizonte, para mí que rumbo a la cucha, a Tolosa.Tu chanchito te va a ser confidencial, Nelly: quien más, quien menos ya pedaleaba con la comezón del gran Spiantujen, pero como yo no dejo siempre de recalcar en las horas que el luchador viene enervado y se aglomeran los más negros pronósticos, despunta el delantero fenómeno que marca goal; para la patria, para el Monstruo; para nuestra merza en franca descomposición, el camionero. Ese patriota que le sacó el sombrero se corrió como patinada y paró en seco al más avivato del grupo en fuga. Le aplicó súbito un mensaje que al día siguiente, por los chichones, todos me confundían con la yegua tubiana del panadero. Desde el suelo me mandé cada hurra que los vecinos se incrustaban el pulgar en el tímpano. De mientras, el camionero nos puso en fila india a los patriotas, que si alguno quería desapartarse, el de atrás tenía carta blanca para atribuirle cada patada en el culantro que todavía me duele sentarme. Calculate, Nelly, qué tarro el último de la fila ¡nadie le shoteaba la retaguardia! Era, cuándo no, el camionero, que nos arrió como a concentración de pie planos hasta la zona, que no trepido en caracterizar como de la órbita de Don Bosco, vale, de Wilde. Ahí la casualidad quiso que el destino nos pusiera al alcance de un ónibus rumbo al descanso de hacienda de La Negra, que ni llovido por Baigorri. El camionero, que se lo tenía bien remanyado al guarda-conductor, causa de haber sido los dos ?en los tiempos heroicos del Zoológico popular de Villa Domínico- mitades de un mismo camello, le suplicó a ese catalán de que nos portara. Antes que se pudiera mandar su Suba Zubizarreta de práctica, ya todos engrosamos el contingente de los que llenábamos el vehículo, riéndonos hasta enseñar las vegetaciones, del puntaje senza potencia, que, por razón de quedar cola, no alcanzó a incrustarse en el vehículo, quedando como quien dice ?vía libre? para volver, sin tanta mala sangre, a Tolosa. Te exagero, Nelly, que íbamos como en onibus, que sudábamos propio como sardinas, que si vos te mandás el vistazo, el señoras de Berazategui te viene chico. ¡Las historietas de regular interés que se dieron curso! No te digo niente de la olorosa que cantó por lo bajo el tano Potasman, a la misma vista de Sarandí y de aquí lo aplaudo como un cuadrumano a Tornillo sin Fin que en buena ley vino a ganar su medallón de Vero Desopilante, obligándome bajo amenaza de tincazo en los quimbos, a abrir la boca y cerrar los ojos: broma que aprovechó sin un desmayo para enllenarme las entremuelas con la pelusa y los demás producidos de los fundillos. Pero hasta las perdices cansan y cuando ya no sabíamos lo que hacer, un veterano me pasó la cortaplumita y la empuñamos todos a uno para más bien dejar como colador el cuero de los asientos. Para despistar, todos nos reíamos de mí; en después no faltó uno de esos vivancos que saltan como pulgas y vienen incrustados en el asfáltico, cosa de evacuarse del carromato antes que el guarda-conductor sorprendiera los desperfectos. El primero que aterrizó fue Simón Tabacman que quedó propio ñato con el culazo; muy luego Fideo Zoppi o su mamá; de último, aunque reviente de la rabia, Rabasco; acto continuo, Spatola; doppo, el vasco Speciale. En el itnerinato, Monpurgo se prestó por lo bajo al gran rejunte de papeles y bolsas de papel, idea fija de acopiar elemento para una fogarata en forma que hiciera pasto de las llamas al Broackway, propósito de escamotear a un severo examen la marca que dejó el cortaplumita. Pirosanto, que es un gangoso sin abuela, de esos que en el bolsillo portan menos pelusa que fósforos, se dispersó en el primer viraje, para evitar el préstamo de Rancherita, no sin comprometer la fuga, eso sí, con un cigarrillo Volcán que me sonsacó de la boca. Yo, sin ánimo de ostentación y para darme un poco de corte, estaba ya frunciendo la jeta para debatir la primera pitada cuando el Pirosanto, de un saque, capturó el cigarrillo, y Morpurgo, como quien me dora la píldora, acogió el fósforo que ya me doraba los sabañones y metió fuego al papelamen. Sin tan siquiera sacarse el rancho, el funyi o la galera, Morpurgo se largó a la calle, pero yo panza y todo, lo madrugué y me tiré un rato antes y así pude brindarle un colchón, que amortiguó el impacto y cuasi me desfonda la busarda con los noventa kilos que acusa. Sandié, cuando me descalcé de esta boca los tamanguses hasta la rodilla de Manolo Morpurgo, l´ónibus ardía en el horizonte, mismo como el spiedo de Perosio, y el guarda-conductor-propietario, lloraba dele que dele ese capital que se le volvía humo negro. La barra, siendo más, se reía, pronta, lo juro por el Monstruo, a darse a la fuga si se irritaba el ciervo. Tornillo, que es el bufo tamaño mole, se le ocurrió un chiste que al escucharlo vos con la boca abierta vendrás de gelatina con la risa. Atenti, Nelly. Desemporcate las orejas, que ahí va. Uno, dos, tres y PUM. Dijo ?pero no te me vuelvas a distraer con el spiantaja que le guiñás el ojo- que el ónibus ardía mismo como el spiedo de Perosio. Ja, ja, ja.

Yo estaba lo más campante, pero la procesión iba por dentro. Vos, que cada parola que se me cae de los molares, la grabás en los sesos con el formón, tal vez hagas memoria del camionero, que fue medio camello con el del ónibus. Si me entendés, la fija que ese cachascán se mandaría cada alianza con el lacrimógeno para punir nuestra fea conducta estaba en la cabeza de los más linces. Pero no temás por tu conejito querido: el camionero se mandó un enfoque sereno y adivinó que el otro, sin ónibus, ya no era un oligarca que vale la pena romperse todo. Se sonrió como el gran bonachón que es; repartió, para mantener la disciplina, algún rodillazo amistoso (aquí tenés el diente que me saltó y se lo compré después para recuerdo) y ¡cierren filas y paso redoblado, marrr!¡Lo que es la adhesión! La gallarda columna se infiltraba en las lagunas anegadizas, cuando no en las montañas de basura, que acusan el acceso a la Capital, sin más defección que una tercera parte, grosso modo, del aglutinado inicial que zarpó de Tolosa. Algún inveterado se había propasado a medio encender su cigarrillo Salutaris, claro está, Nelly, que con el visto bueno del camionero. Qué cuadro para ponerlo en colores: portaba el estandarte, Spátola, con la camiseta de toda confianza sobre la demás ropa de lana; lo seguían de cuatro en fondo, Tornillo, etc.
Serían recién las diecinueve de la tarde cuando al fin llegamos a la Avenida Mitre. Morpurgo se rió todo de pensar que ya estábamos en Avellaneda. También se reían los bacanes, que a riesgo de caer de los balcones, vehículos y demás bañaderas, se reían de vernos de a pie, sin el menor rodado. Felizmente Babuglia en todo piensa y en la otra banda del Riachuelo se estaban herrumbrando unos camiones e nacionalidad canadiense, que el Instituto, siempre attenti, adquirió en calidad de rompecabezas de la Sección Demoliciones del ejército americano. Trepamos con el mono a uno caki y entonando el ?Adiós, que me voy llorando? esperamos que un loco del Ente Autónomo, fiscalizado por Tornillo Sin Fin, activara la instalación del motor. Suerte que Rabasco, a pesar de esa cara de fundillo, tenía cuña con un guardia del Monopolio y, previo pago de boletos, completamos un bondi eléctrico, que metía más ruido que un solo gaita. El bondi ?talán, talán- agarró p?al Centro; iba superbo como una madre joven que, soto la mirada del babo, porta en la panza las modernas generaciones que mañana reclamarán su lugar en las grandes meriendas de la vida... En su seno, con un tobillo en el estribo y otro sin domicilio legal, iba tu payaso querido, iba yo. Dijera un observador que el bondi cantaba; hendía el aire impulsado por el canto; los cantores éramos nosotros. Poco antes de la calle Belgrano la velocidad paró en seco desde unos veinticuatro minutos; yo traspiraba para comprender, y anche la gran turba como hormiga de más y más automotores, que no dejaba que nuestro medio de locomoción diera materialmente un paso.
El camionero rechinó con la consigna ¡Abajo chichipíos! y ya nos bajamos en el cruce de Tacuarí y Belgrano. A las dos o tres cuadras de caminarla, se planteó sobre tablas la interrogante: el garguero estaba reseco y pedía líquido. El Emporio y Despacho de Bebidas Puga y Gallach ofrecía un principio de solución. Pero te quiero ver, escopeta: ¿cómo abonábamos? En ese vericueto, el camionero se nos vino a manifestar como todo un expeditivo. A la vista y paciencia de un perro dogo, que terminó por verlo al revés, me tiró cada zancadilla delante de la merza hilarante, que me encasqueté una rejilla como sombrero hasta el masute, y del chaleco se rodó la chirola que yo había rejuntado para no hacer tan triste papel cuando cundiera el carrito de la ricotta. La chirola engrosó la bolsa común y el camionero, satisfecho mi asunto, pasó a atender a Souza, que es la mano derecha de Gouveia, el de los pegotes Pereyra ?sabés- que vez pasada se impusieron también como la Tapioca Científica. Souza, que vive para el Pegote, ews cobrador del mismo, y así no es gracia que dado vuelta pusiera en circulación tantos biglietes de hasta cero cincuenta que no habrá visto tantos juntos ni el Loco Calcamonía, que marchó preso cuando aplicaba la pintura mondongo a su primer bigliete. Los de Souza, por lo demás, no eran falsos y abonaron, contantes y sonantes, el importe neto de las Chissottis, que salimos como el que puso seca la mamajuana. Bo, cuando cacha la guitarra, se cree Gardel. Es más, se cree Gotuso. Es más, se cree Garófalo. Es más, se cree Giganti-Tomassoni. Guitarra, propio no había en ese local, pero a Bo le dio con “Adiós Pampa Mía” y todos lo coreamos y la columna juvenil era un solo grito. Cada uno, malgrado su corta edad, cantaba lo que le pedía el cuerpo, hasta que vino a distraernos un sinagoga que mandaba respeto con la barba. A ese le perdonamos la vida, pero no se escurrió tan fácil otro de formato menor, más manuable, más práctico, de manejo más ágil. Era un miserable cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo. El pelo era colorado, los libros bajo el brazo y de estudio. Se registró como un distraído que cuasi se lleva por delante a nuestro abanderado, Spátola. Bonfirraro, que es el chinche de los detalles, dijo que él no iba a tolerar que un impune desacatara el estandarte y foto del Monstruo. Ahí nomás lo chumbó al Nene Tonelada, de apelativo Cagnazzo, para que procediera. Tonelada, que siempre es el mismo, me soltó cada oreja, que la tenía enrollada como el cartucho de los manises y, cosa de caerle simpático a Bonfirraro, le dijo al rusovita que mostrara un cachito más de respeto a la opinión ajena, señor, y saludara a la figura del Monstruo. El otro contestó con el despropósito que él también tenía su opinión. El Nene, que las explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una mano que si el carnicero la ve, se acabó la escasez de la carnasa y el bife de chorizo. Lo rempujó a un terreno baldío, de esos que en el día menos pensado levantan una playa de estacionamiento y el punto vino a quedar contra los nueve pisos de una pared senza finestra ni ventana. De mientras los traseros nos presionaban con la comezón de observar y los de fila cero quedamos como sangüche de salame entre esos locos que pugnaban por una visión panorámica y el pobre quimicointas acorralado que, vaya usted a saber, se irritaba. Tonelada, atento al peligro, reculó para atrás y todos nos abrimos como abanico dejando al descubierto una cancha del tamaño de un semicírculo, pero sin orificio de salida, porque de muro a muro estaba la merza. Todos bramábamos como el pabellón de los osos y nos rechinaban los dientes, pero el camionero, que no se le escapa un pelo en la sopa, palpitó que más o menos de uno estaba por mandar in mente su plan de evasión. Chiflido va, chiflido viene, nos puso sobre la pista de un montón aparente de cascote, que se brindaba al observador. Te recordarás que esa tarde el termómetro marcaba una temperatura de sopa y no me vas a discutir que un porcentaje nos sacamos el saco. Lo pusimos de guardarropa al pibe Saulino, que así no pudo participar en el apedreo. El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó las encías, y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue desopilante; el jude se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron las campanas de Monserrat se cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos desfogamos un rato más, con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro, Nelly, pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos se rieran, me hizo clavar la cortapluma en lo que hacía las veces de cara.
Después del ejercicio que acalora me puse el saco, maniobra de evitar un resfrío, que por la parte baja te representa cero treinta en Genioles. El pescuezo lo añudé en la bufanda que vos zurciste con tus dedos de hada y acondicioné las orejas sotto el chambergolino, pero la gran sorpresa del día la vino a detentar Pirosanto, con la ponenda de meterle fuego al rejunta piedras, previa realización en remate de anteojos y vestuario. El remate no fue suceso. Los anteojos andaban misturados con la viscosidad de los ojos y el ambo era un engrudo con la sangre. También los libros resultaron un clavo, por saturación de restos orgánicos. La suerte fue que el camionero (que resultó ser Graffiacane), pudo rescatarse su reloj del sistema Roskopf sobre diecisiete rubíes, y Bonfirraro se encargó de una cartera Fabricant, con hasta nueve pesos con veinte y una instantánea de una señorita profesora de piano, y el otario Rabasco se tuvo que contentar con un estuche Bausch para lentes y la lapicera fuente Plumex, para no decir nada del anillo de la antigua casa Poplavsky.Presto, fordeta, quedó relegado al olvido ese episodio callejero. Banderas de Boitano que tremolan, toques de clarín que vigoran, doquier la masa popular, formidavel. En la Plaza de Mayo nos arengó la gran descarga eléctrica que se firma doctor Marcelo N. Frogman. Nos puso en forma para lo que vino después: la palabra del Monstruo. Estas orejas la escucharon, gordeta, mismo como todo el país, porque el discurso se transmite en cadena.
Pujato, 24 de noviembre de 1947.
 
 



Un día peronista - "El fiord" (Osvaldo Lamborghini)

"El fiord" (Osvaldo Lamborghini)



¿Y por qué, si a fin de cuentas la criatura resultó tan miserable óen lo que hace al tamaño, entendámonosó, ella profería semejantes alaridos, arrancándose los pelos a manotazos y abalanzando ferozmente las nalgas contra el atigrado colchón? Arremetía, descansaba; abría las piernas y la raya vaginal se le dilataba en círculo permitiendo ver la afloración de un huevo bastante puntiagudo, que era la cabeza del chico. Después de cada pujo parecía que la cabeza iba a salir: amenazaba, pero no salía; volvíase en rápido retroceso de fusil, lo cual para la parturienta significaba la renovación centuplicada de todo su dolor. Entonces, El Loco Rodríguez, desnudo, con el látigo que daba pavor arrollado a la cintura ó El Loco Rodríguez, padre del engendro remolón, aclaremosó, plantaba sus codos en el vientre de la mujer y hacía fuerza y más fuerza. Sin embargo, Carla Greta Terón no paría. Y era evidente que cada vez que el en-gendro practicaba su ágil retroceso, laceraba óen finó la dulce entraña maternal, la dulce tripa que lo contenía, que no lo podía vomitar.

 

   Se producía una nueva laceración en su baúl ventral e instantáneamente Carla Greta Terón dejaba escapar un grito horrible que hacía rechinar los flejes de la cama. El Loco Rodríguez aprovechaba la oportunidad para machacarle la boca con un puño de hierro. Así, reventábale los labios, quebrábale los dientes; éstos, perlados de sangre, yacían en gran número alrededor de la cabecera del lecho. Preso de la ira, al Loco se le combaban los bíceps, y sus ya de por sí enormes testículos agigantábanse aun más. Las venas del cuello, también, se le hinchaban y retorcían: parecían raíces de añosos árboles; un sudor espeso le bañaba las espaldas; las uñas de los pies le sangraban de tanto querer hincarse en las baldosas del piso. Todo su cuerpo magnífico brillaba, empapado. Un brillo de fraude y neón.
     Hizo restallar el látigo, El Loco en varias ocasiones; empero, los gritos de Carla Greta Terón no cesaban; peor aún: tornábanse desafiantes, cobraban un no sé qué provocador. La pastosa sangre continuábale manándole de la boca y de la raya vaginal; defecaba, además, sin cesar todo el tiempo. Tratábase óconfesémosloó de una caca demasiado aguachenta, que llegaba, incluso, a amarronarle los cabellos. El Loco, en virtud de ser él quien la había preñado, cumplía la labor humanitaria de desagotar la catrera: manejaba la pala como hábil fogonero y a la mierda la tiraba al fuego.
   Vino otro pujo. El Loco le bordó el cuerpo a trallazos (y dale dale dale). Le pegó también latigazos en los ojos como se estila con los caballos malleros. El huevo bastante puntiagudo, entonces, afloró un poco más, estuvo a punto de pasar a la emergencia definitiva y total. Pero no. Retrocedió, ágil, lacerante, antihigiénico. Desesperadamente El Loco se le subió encima a la Carla Greta Terón. Vimos cómo él se sobaba el pito sin disimulo, asumiendo su acto ante los otros. El pito se fue irguiendo con lentitud; su parte inferior se puso tensa, dura, maciza, hasta cobrar la exacta forma del asta de un buey. Y arrasando entró en la sangrante vagina. Carla Greta Terón relinchó una vez más: quizás pretendía desgarrarnos. Empero, ya no tenía escapatoria, ni la más mínima posibilidad de escapatoria: El Loco ya la cojía a su manera, corcoveando encima de ella, clavándole las espuelas y sin perderse la ocasión de estrellarle el cráneo contra el acerado respaldar.
   "Pronto, ya, ¡quiero!", musitó Alcira Fafó, a mi lado. Yo me cubrí con las sábanas hasta la cabeza y me fui retirando, reptando, hacia los pies de nuestro camastro. Una vez allí aspiré hondamente el olor de nuestros cuerpos, que nunca lavamos. "Las fuerzas de la naturaleza se han desencadenado", dije, y me zambulií de cabeza en la concheta cascajienta de Alcira Fafó. Sebastián ódigámosloó, mi aliado y compañero, el entrañable Sebas, apareció en escena: "¡Viva el Plan de Lucha!", cacarcó, desde su rincón. Yo iba a contestarle, estimulándolo, mas no pude: El Loco Rodríguez, que ya había concluido su faena con la Carla Greta Terón, comenzó a hacerme objeto óy no ojete, como dice Sebasó de una aguda penetración anal, de un rotundo vejamen sexual. Con todo, peor suerte tuvo mi pobre amigo, cuyos ojos agónicos brillaban, intermitentes, en el solitario rincón que le habíamos asignado, rincón donde yacía ótodo el tiempoó entre trapos viejos y combativos periódicos que en su oportunidad abogaron por el Terror. (Como nunca le dábamos de comer parecía, el entrañable Sebas, un enfermo de anemia perniciosa, una geografía del hambre, un judío de campo de concentraciónósi es que alguna vez existieron los campos de concentraciónó, un miserable y ventrudo infante tucumano, famélico pero barrigón).
   Y así, cuando advirtió que la fiestonga se iniciaba, la fiestonga de garchar, se entiende, empezó a arrastrarse con la jeta contraída hacia el camastro donde Alcira y yo nos refocilábamos, con el agregado, a mis espaldas, del abusivo Loco, nuestro Patrón: nunca le dábamos de cojer al entrañable Sebas, casto a la fuerza, recontracalentón, que ahora débilmente se arrastraba hacia el camastro, barriendo con la cara casi las baldosas, deteniéndose numerosas veces para recuperar el aliento vital, y murmurando a cada paso "CGT, CGT, CGT...", como para despistar, o, en una de esas, a modo de oración. Él se apoyaba en sus brazos ómenos gruesos que palos de escobaó y con los pies se impulsaba hacia adelante, no sin cierto fervor. O mejor dicho todo fervor. Para siempre lo tengo retratado en mi memoria al extraordinario Sebastián. Juntos militamos en la Guardia Restauradora, años, años atrás.
   Y yo lo miraba acercarse a pesar de que los rempujones del Loco no me dejaban mucho tiempo ni muchas ganas para la ecuánime, objetiva observación ¡Dogmático Sebastián! Su mirada era poesía, la revolución. Cada uno de sus movimientos trasuntaba un agradecimiento infinito hacia nosotros, que le íbamos a permitir ó él creíaó sacudirse la soledad de su carne y de su espíritu así como un perro se sacude el agua de la mar. Y si se lo permitíamos óen esa dirección su privilegiado cerebro empezó a funcionaró ¡qué importaba que nunca le diéramos de comer ni de cojer! ¡Qué importaba que su estómago siempre vacío segregara esa baba verde cuya fetidez tornaba irrespirable el aire de nuestro agusanado cuarto! ¡Qué importaba que viviera entre vómitos de sangre, molestando incluso nuestro sueño porque cada una de sus arcadas era una especie de alarido sin fe! ¡Qué importaba qué!
   Adelante camarada Sebastián, entrañable amigo, perro inmundo. Casi llegó a tocarnos con sus transparentes manos. Yo estaba preso en la cárcel formada por los brazos del Loco y con la cabeza sumergida en el bajo vientre de mi cajetoidea Alcira. Mi gran amor se desbordaba. Sentí en el centro en el cero de mi ser las vibraciones eyaculatorias del pijón del Loco, mientras el clítoris de Alcira Fafó, enhiesto y rugoso, me hacía sonar la campanilla, a rebato; pero vi, vi sin embargo de reojo cómo el temible, purulento Sebastián, intentaba acariciar las bien plantadas nalgas que sobre las mías galopaban, el culo de nuestro abusivo Dueño y Señor. Entonces, malévolo y dulce a la vez, con el talón le pegué al Loco desesperadas pataditas avisativas en sus fuertes pantorrillas, pataditas objetivamente alcahueteantes, caro Sebastián. Tal como yo lo esperaba (¿y era acaso para menos?) el Patrón reaccionó de inmediato. Después de echarme su guascón en mis adánicos adentros, se irguió y le aplicó un fabuloso patadón en la garganta a mi pobre amigo: de boca abajo que estaba lo puso boca arriba. Todo un espectáculo, el musculoso pie, magníficamente posado en el suelo después del golpe, recortándose nítido contra el cuello del derrotado: yo lo vi con mis propios ojos, y qué lejos aquellos tiempos, Sebastián, cuando un suboficial dado de baja por la libertadora pacientemente nos enseñaba el marxismo.
   Y un hilito de baba se le escapó al entrañable Sebas por la comisura óizquierdaó de los labios. Sus intermitentes ojos rodaron varias veces en una y otra dirección. Intentó limpiarse la boca con la mano, pero su extrema debilidad hizo que el gesto abortara: a la mitad de camino la mano no resistió más y sobre la panza enorme se le derrumbó. Los cuervos planearon sobre su figura, y yo, adolorido por la reciente penetración, lié con el elástico de las bombachas de Alcira Fafó una bolsa de hielo al área de mi desfloración.
   Y también intercedí en un arranque de pietismo para que El Loco espantara a los pajarracos rapiñosos, aunque uno de ellos igual tuvo tiempo para arrancarle el dedo índice derecho al pobre Sebas, de un picotazo y tirón. Y eso era el dolor, todo el dolor, y no todo el dolor. Tenaces gotas de sangre brotaron de la frente de Sebastián. Yo me largué a llorar con desesperación. Como en la infancia: arrodillado en un rincón de la pieza, escondiendo la cara bajo el sobaco y aspirando el chivo olor. Las cucarachas me subían por la parte posterior de los muslos y, salvando el breve obstáculo de la bolsa de hielo, sometían mis lomos a una exhaustiva exploración. Entretanto, El Loco Rodríguez óHijo de Puta Amo y Señoró espantaba, en efecto, a los cuervos, mas tratándolos como si fueran viejos amigos que se han puesto un poco pesados con el alcohol y los recuerdos del tiempo que se fue (y que fue mejor) cuando no era necesaria la insurrección. Y razón ócomo a nadieó en parte al Loco no le faltó: la atmósfera repentinamente se sobrecargó: "¡A usted lo conocí en una reunión del COR!".
   Valiéndose de una enorme regla T, El Loco abrió el grisáceo ventanal del techo para que los cuervos evacuaran la deformada y deformante habitación.
De uno en uno salieron, chorreando lágrimas, invocando los sagrados nombres de los caídos en la lucha, en el fragor. Y hasta con un dedo menos firmó en manifiesto el monolítico Sebas. Y El Loco del Látigo, preñador de Carla Greta Terón, desnudo como estaba salvo el orión, medio tórax afuera sacó para despedir a los oscuramente pájaros, sin rencor. En su envión: "Adiós".
   Tuvo un ataque de histeria en medio de un pujo la Carla Greta Terón. Todos a una miramos hacia su lecho de parto porque ella yacente empezó a gritar: "Que se viene. Que ya está. Que se que se. Que ya estuvo. ¡Hip, Ra! ¡Hip, Ra! ¡Hip, Ra!". Explicaba en su media lengua que era inminente óy no inmierdente, como dice Sebasó, que ya paría. Y a pesar de nuestras escépticas conjeturas su cuerpo de golondrina empezó a hincharse. Mientras dilataba ella se estrujaba con las manos, de las sienes hacia abajo, para que la criatura bajara. "¡No vaya a ser que se me atranque entre los parietales!", jodió, y El Loco, ni lerdo. Ni perezoso. Le ató a las piernas una bolsa de arpillera con la boca bien abierta para que el chico de mierda cayera en su interior. Había puesto un poco de aserrín en el fondo, además, por si la cabeza se separaba del tronco. Alcira le midió la dilatación de la concha con un centímetro de modista, y luego se repajeó con una enorme vela, ella. Yo, yo me le fui al humo en seguida, al humo regodeante de Alcira, y eyaculé frotando con unción la cabeza del porongo contra la parte áspera-rajada de su talón. Y todos nos perecíamos por minetear o garchar o franelear o rompernos los culos los unos a los otros: con los porongos. Hasta el exangüe Sebastián intentó un esbozo de sonrisa lúbrica, que era una verdadera elegía a los terremotos carnales, al ejercicio o no de la procreación. Entonces apareció. Tras hacer trizas la carne rosada de la cajeta de su madre Carla Greta Terón. La cabeza raquítica. Con una boquita no mayor que el punto de un lápiz. Pero con los ojos inmensos. Inmensos de espléndidos, de tristes, de grandes: Atilio Tancredo Vacán, su cabeza emergió.
   "¡Loado sea!", regurgitó El Loco cayendo de rodillas sobre un montón de turro maíz. Alcira, con los brazos abiertos, recibió un baño de luz ventanal en su cuerpo desnudo, y su vagina sonrió. Sebastián besaba mis pies enfundados en unas sucias medias negras, largas hasta las ingles, ósucias medias negras de sucio seminaristaó que, junto con el escapulario, constituían toda mi vestimenta. Y previendo lo que iba a ocurrir me erguí, sin restarle un solo centímetro a mi estatura. Era un deber hacerlo, aunque la humildad taimada que me caracteriza procurara estrangularme con mis propias manos. La baba pegajosa que fluía de mi boca me mojaba el cuerpo. Rasgué, sin embargo, todos los tapices a mi alcance. A traición, claro que a traición. Mutilé las bordadas escenas del bien y del mal, deformé su sentido, mordí algunas con mis dientes mellados. A traición. Salía un juguito dulzón, asqueroso y de rechupete y con sabor dulzón. A traición. Y todos estábamos modificados por la presencia del inmodificante Atilio Tancredo Vacán. Salté en todas las direcciones: ¡una nueva relación! Y ¡en! relación. Hombre con hombre hombre con hombres hombres hombres. Atravesé incluso aros de madera llameantes, y porque El Loco quiso fornicarme al vuelo, se me resbaló óy no relajó, como dice el intraducible Sebasó la bolsa de hielo: y no, a mí no me importó: ¡no eran momentos de andar cuidando el carajo del estilo! Me puse un frac de sirviente y un collar de perro: me los saqué rapidito, ¿no es cierto? ¡Guasca en el ojo! Con los restos de los tapices por mí rasgados me llegué hasta Carla Greta Terón, que ya tenía medio monstruo afuera, y se los di. Di. Y le dije: "¡Tomá, va, Larrecontraputamadrequeterrecontraparió Hijaderremilputas!" ¡Ya! ¡Y no! Me florié luego (y no) en unos pasos canyengues, pero no pude coronar mi baile: entre prematuros estertores, Atilio Taneredo Vaeán, ya definitivamente nacido parido escupido, cayó atroden de la sabol con los brazos y las piernas aplastados contra el cuerpo, al estilo de las momias aztecas. ¡Y no estaba muerto! "Huija", grité, "hurra, hermanos, respira y mueve la cola". Sebastián batió palmas y se arrastró hasta el lavatorio, dejando como siempre limaduras de saliva en el piso; y se prendió a la goteante canilla, lamiéndola, para engañar el estómago. El Loco, que no cabía de gozo en su rayada piel, le hizo un chiste de festejación: corrió tras él, lo tomó de las casi invisibles piernas, y lo metió de cabeza en el inodoro. Y tiró la cadena varias veces como broche de oro. Me reí a más no poder, retorciéndome, a la vez me arrastraba óyo tambiénó hacia nuestro descojonado baño. "¡Uy uy uy, qué bueno!", dije, "hacéselo otra vez; yo te ayudo, Loco". El Patrón me miró con el asco en los ojos, y provisto de súbita jeringa me aplicó una inyección de brillantina sólida: endovenosa. A los tumbos, desesperado, a punto de desmayarme vomitar o cagar hasta las tripas, fui a remodelarme a un rincón, esperando que Sebastián se permitiera algún comentario para arrancarle la piel a dentelladas, convertirlo en una pura llaga. Alcira dijo: "Yo quiero acunarlo a Atilio Taneredo Vacán; a ese chico ya se le para". "Mierda: tomá tomá y tomá: ¡es pa mí nomás!", se opuso la Carla Greta Terón. Alcira Fafó se le abalanzó para degollarla con una navaja, y como se lo impedimos le gritó, a la otra que ya se revolcaba garchando con su hijo: "ojalá que un gato rabioso se te meta en la concha y te arañe arañe arañe, la puta que te parió!"
   Estallaron todos los vidrios de la casa, se hicieron añicos. La primer bola de fuego incendió la cabellera de Alcira. Esta vez, en serio, fue necesario recurrir al chiste que se le hiciera a Sebastián, que semiahogado hipaba sobre unos titulares revolucionarios. La segunda bola de fuego calcinó la mano izquierda de Carla Greta Terón. Entonces apareció mi mujer. Con nuestra hija entre los brazos, recubierta por ese aire tan suyo de engañosa juventud, emergía, lumínica y casi pura, contra el fondo del fiord.
   Los buques navegaban lentamente, mugiendo, desde el río hacia el mar. La niebla esfumaba las siluetas de los estibadores; pero hasta nosotros llegaba, desde el pequeño puerto, el bordoneo de innumerables guitarras, el fino cantar de las rubias lavanderas. Una galería de retratos de poetas ingleses de fines del siglo XVIII brilló, intensamente, durante un segundo, en la oscuridad. Pero no se acabó lo que se daba. Continuó bajo otras formas, encadenándose eslabón por eslabón. No perdonando ningún vacío, convirtiendo cada eventual vacío en el punto nodal de todas las fuerzas contrarias en tensión. Por algo los vidrios se habían roto y eran bolas de fuego los ojos del lúcido, del crítico Sebastián. Tampoco era casual que mis manos rompieran el invisible aire de su contorno y, algo lastimadas, se extendieran hacia la figura de mi mujer, aunque luego se detuvieran a mitad de camino, crispadas, convertidas en dos puños increpantes, incapaces incluso de la salutación. Ella me mostró sus tobillos: dos muñones sangrantes. Ella transportaba en la mano derecha sus pies aserrados. Y me los ofrendaba a mí, a mí, que sólo me atrevía a mirarlos de reojo. Que no podía aceptarlos ni escupir sobre ellos. Que ahora miraba nuevamente hacia el fiord y veía, allá, sobre las tranquilas aguas, tranquilas y oscuras, estallar pequeños soles crepusculares entre nubes de gases, unos tras otros. Y hoces, además, desligadas eterna o momentáneamente de sus respectivos martillos, y fragmentos de burdas svásticas de alquitrán: Dios Patria Hogar; y una sonora muchedumbre óen ella yo podía distinguir con absoluto rigor el rostro de cada uno de nosotrosó penetrando con banderas en la ortopédica sonrisa del Viejo Perón. No sabemos bien qué ocurrió después de Huerta Grande. Ocurrió. Vacío y punto nodal de todas las fuerzas contrarias en tensión. Ocurrió. La acción óromperó debe continuar. Y sólo engendrará acción. Mi mujer me ofrece sus pies, que manan sangre, y yo los miro. Me pregunto si yo figuro en el gran libro de los verdugos y ella en el de las víctimas. O si es al revés. O si los dos estamos inscriptos en ambos libros. Verdugos y verdugueados. No importa en definitiva: éstos son problemas para el lúcido, para el crítico Sebastián: él sabrá prenderse con su hocico de comadreja a cualquier agujero que destile humanidad. No le damos ni le daremos de comer. Ni de cojer. Jamás. Atilio Tancredo Vacán ya gatea. Chupa de la teta de su madre una telaraña que no lo nutre, seca ideología. El Loco me mira mirándome degradándome a víctima suya: entonces, ya lo estoy jodiendo. Paso a ser su verdugo. Pero no se acabó ni se acabará lo que se daba.

   El Loco Rodríguez forzó con el cabo del látigo la puerta del comedor Chippendale. Tomó a Atilio Tancredo Vacán en sus brazos y se sentó a la cabecera de la mesa, acunándolo. Yo engrillé al entrañable Sebas para conducirlo al comedor; allí lo encadené a una argolla de hierro fijada en la pared especialmente para él. Quiso rehuir la cena pretextando su cáncer Alcira Fafó; a mí con esas; le hinqué, sin más, mi estilográfica en un seno, que allí quedó colgando, apenas prendida de la piel, y la obligué óy no ogarché, como dice Sebasó a sentarse a la siniestra del Loco. Quedaba por ubicar Carla Greta Terón, menester incluido en mi pliego de obligaciones porque yo era el maître. Me cuadré, sin embargo, frente al Trompa Capanga, Amo y Señor, esperando órdenes, que no tardaron en llegar. "Traigalá, nomás, rodando en su cama; la rociaremos con unas salsas para evitar que la carne la afecte", dijo, y repitió "ecte", con despectivo gesto, tras lo cual me aplicó (desprecio tras desprecio) un papirotazo en la cabeza de la garcha. Pero no hay amargura que a mí me derrote: hasta el dormitorio fui al trote, golpeándome la boca con la mano, dando alaridos, como hacen los indios. Pegué un resbalón de órdago con el apuro y la payasada, apuro plenamente justificado porque llegué justo a tiempo: Carla Greta Terón ya había llenado de agua su enorme vaso azul de material plástico, y se disponía a abrir la caja de útiles donde guardaba mortales dosis de barbitúricos. "Oh no, no", le dije, "con barbitúricos no, batracia", y la conduje hasta el ventanal del techo y le mostré el fiord grávido de luna. La tomé dulcemente de la mano y le miré el culo con fijeza obsesiva. Tragué saliva. "¿Ves?", le dije, mientras apartaba el humo con la mano para mostrarle una estremecedora asamblea de mecánicos de pie con la soga al cuello. "¿Ves?", insistí, al mismo tiempo que dejaba caer mi sinuoso perfil sobre sus redondas tetas. Un asambleísta caminaba sobre las acolchadas cabezas de los otros, profetizando: "Jamás seremos vandoristas, jamás seremos vandoristas". En seguida quedó inmóvil y empezó a cuartearse. Carla Greta Terón se desperezó como un gato y arrojó las letales pastillas al orinal. Aferré con mis dós manos la caja de útiles (era en forma de barca) y la estrujé contra mi pecho desnudo. "Si yo pudiera poseer esta caja de útiles no me importaría perder el resto", mentí. Y ella, la dulce, la incomparable Carla Greta Terón, asintió con el ondular de su hermosa cabellera. Yo me postré a sus pies y le besé las mantecosas rodillas. Empuñé mi miembro y le aparté con los dedos los pelos vaginales. Copulamos. Fue un polvacho rápido y frenético. Antes de echarnos el segundo ella me convenció de que me sacara las medias y el escapulario, mi única vestimenta. Y medias y escapulario también fueron a morir al orinal. Murieron, y ella y yo nos echamos el segundo. Perfecto. Qué lindos pechos los de Carla Greta Terón. Se los remamé hasta de leche materna empacharme. Cojer fue una gran alegría para ambos, cojer y acabar juntos, moción aprobada por unanimidad. Y cuando entré al comedor empujando la cama, yo, yo era otro.
   Simultáneamente Sebastián y yo intercambiamos imperceptibles guiños con nuestros respectivos ojos (izquierdos) de la cara. Vi con alegría sonreír al entrañable Sebas, por primera vez desde que nos expulsaron de MARU: flotaba en el aire que estábamos en vísperas de grandes cambios. Tomé asiento frente al Loco y me anudé al cuello una servilleta a cuadros para no mancharme las tetillas de grasa. El Loco oprimió el botón; se escucho el previsible chasquido y del baúl tabla surgió una fuente de dos metros de diámetro. Veíase en el centro de la misma un gigantesco pavo real asado al spiedo, pero sin recurrir al vulgar expediente de quitarle sus hermosas plumas. También aparecieron docenas de botellas del tintillo de la costa que a mí me hace mover las orejas de alegría. Pero no sé por qué óo lo sé de sobraó se me cerró el estómago. Peor aún. Mis intestinos empezaron a planificar una inminente colitis. Al primer retortijón me doblé en dos y el Trompa Amo y Señor ya me miró con mala cara. "Date", me dijo, "date", repitió, "date tiempo para llegar hasta la chata: una sola vez te lo prevengo". Oh, sí: en la guerra revolucionaria uno tiene que ser ladino: "Si no es nada, si ya se me va a pasar, paisano", contesté, poniendo mi mejor cara de boludo. E ipso facto me cagué con alma y vida. Estruendosamente, para colmo. Una mueca de incontenible ira ensombreció el rostro del Loco, quien con esa habilidad que sólo puede dar la costumbre, sacó de su canana una puntera de acero y la añadió al extremo del Látigo. Pero el asombro lo detuvo, porque yo, mirándolo a los ojos y con una sonrisa de oreja a oreja, me recontracagué nuevamente. Alcira Fafó se mordió una mano para contener el grito, mientras Carla Greta Terón liberaba su angustia macheteándose con un mayúsculo consolador. Fue tremenda mi tercera deposición: salpiqué hasta el cielo raso, el cual quedó como hollado por patas de fieras, aunque era sólo mierda. Y entonces El Loco se resignó; vino hasta mí, me arrastró de los pelos por mi propia porquería, y levantó, dispuesto al castigo, el temible-hermoso LATIGO. El deseo de asegurarse una victoria aplastante, sin embargo, conspiró contra él: antes de empezar a pacificarme giró la vista para vigilar a Sebastián: lo sorprendió en cuatro patas, mostrándole airado sus verdinegros colmillos. Entonces El Loco cifró todas sus posibilidades en su rapidez de tigre. De una patada de taquito lo descuajeringó al estratégico Sebas, y luego se dedicó exclusivamente a mí. El primer LATIGAZO me arrepolló la oreja izquierda. Perdí toda mi tibieza centrista y grité, grité como un poseso: "¡Arriba los Pobres del Mundo!", y "¡Atrás, Atrás, Chancho Burgués¡". El segundo me incrustó el esternón en la pared del estómago, toda cubierta de musgo. El tercero me arrancó un testículo y vi mi sangre. Con ella regando las baldosas del piso, inicié un desaforado recule en dirección al guerriloto Sebas, quien cuando estuve a su alcance me recibió con una tocadita de upite a modo de aliento y de saludo. El Señor Amo Capanga Loco levantó su látigo para estrechar vínculos conmigo por cuarta vez, y como de costumbre yo estuve en un tris de salir cagando aceite. Se me ocurrió llamar a la Sociedad Protectora del Prototraidor, pero un trallazo se me introdujo en la boca cuando la abrí para gritar: "Auxilio, socorro al cagón", a través del teléfono.
   Sebastián gesticuló, muequeó, supuró, parió. Rápidamente yo tenía que definir la situación. La cantidad se transforma en calidad. O los fabulosos latigazos del Loco terminarían gustándome, era de cajón. Uno más y a la mierda la rebelión. Entonces, el lúcido, insurrecto Sebastián, volvería a pasarlas muy mal acusado de ideólogo: nuevamente para él, ayunos, lecturas censuradas, pizcas de picana, castidad, prohibidas incluso la homosexualidad a solas y la solidaria masturbación. Y tuvimos suerte, sin embargo: El Loco volvió a desviar su atención hacia Sebas, que pretendía refregarle por el rostro un panfleto recién redactado. El Patrón Rodríguez lo pateó un poco al livianito Bástian, hizo jueguito con él para obligarlo a planear por el aire; cuando Sebastián planeó, ensartóle El Loco el mango del látigo en el raquítico culo; Sebas describió su parábola profiriendo un "ah" melodioso, y postróse en un rincón luego del inevitable estrellamiento de su cráneo contra el muro: evidentemente, nuestra anterior militancia en el MRP no nos estaba sirviendo de mucho.
   Patria o Muerte: reaccioné con todo. Me le prendí con los dientes del carnudo hombro al restallante Loco. Parando los ojos como un santito vi el agrandamiento de los poros de su cara, el extrañamiento de cada fibra de su piel. Como dándole un vuelco al mundo, contemplé toda su gama de fisuras. Descubrí que tenía dientes postizos, nariz de cartón, una oreja ortopédica (de sarga). Sebastián comprendió lo que estaba ocurriendo y carcajeó por mí, allá en su rincón. Atilio Tancredo Vacán fue amorosamente depositado sobre el intacto pavo y las mujeres iniciaron un baile esgrimiendo cuchillos y tenedores: ellas estaban desnudas.
   La sangre del Mordido en olas se me colaba entre los dientes y me inundaba la boca. La Carla Greta Terón convertida ya en una S, en una Z, en una K o en una M rabiosa señalaba desesperada los huevos de nuestro ex amo y señor. Les pegué un rodillazo y se hicieron añicos: construidos estaban de frágil cristal. El Sebas se las ingenió como pudo para traerme la morsa. Apreté con ella la pierna derecha del Capado y comprobé con placer que la misma se encogía y enflaquecía tremendamente, hasta parecer la piernezuela despreciable de un bebé de pocos meses, algo que daba asco. El abrileño Bastián sometió su cuerpo quebrantado por el exilio a otro esfuerzo encomiable: arrastró hasta mí el descomunal revólver del Lejano Oeste que el Apretado guardaba celosamente en un cajón de ciruelas. Al entregármelo él reía como un bendito, y de puro gaucho corajudo y montonero nomás se encaprichó en montar el gatillo. Desde diez centímetros de distancia. apunté: la mira del revólver enfocaba la rodilla izquierda de Rodríguez. Oprimí el gatillo. ¡Qué infantil alegría cuando sonó el disparo! La bala se incrustó entre los quebradizos huesos sin orificio de salida. Hubo un derrame interno y óadvertíó la pierna se puso negra. Repetí la operación ahora con el oído derecho del Baleado. Apreté el gatillo. Sonó el disparo. La cara, el cráneo entero del Iguez se puso negro. Ennegreciósele hasta el blanco de los ojos. Sólo la dentadura apretada-encastrada hasta crujirle de dolor permaneció blanca y luciente. "Ae ae", lo remedaron Alcira Fafó y Carla Greta Terón; y "no lo despenes pronto", me rogaron. "Y dale dale dale" mumuró haciéndose el chiquito el burguecida Bastiansebas, quien ya despojado de innecesarias reglas de seguridad, me preguntó: "¿Cómo te llamas?". "Rondibaras, Asangüi, Mihirlys", repuse, y él me tranquilizó con un rotundo "ta bien" mientras se apretaba el ombligo para que el pus saliera. Atilio Tancredo Vacán guardaba un terco silencio, pero se hacía la paja.
   Y no todo era mentira, cosa prefabricada, representación dolosa en la estructura de Rodríguez, jaspeada por hermosas vetas de carne humana. Apunté a una de ellas; hice fuego con cierta tristeza; la sangre avanzó hacia mí como pidiéndome amparo. ¿Y si se lo daba? El rojo chorro en espiral se me anudó al cuello igual que una bufanda. La dogmática, lúcida Alcira, me increpó: "Rajáte ya mismo de ese repugnante--pugñoso oropel ! ". Desgarrándome, cabalgando sobre ciertas inquietudes del pasado óque al fin y al cabo existióó me rajé del oropel. Cerré los ojos e intenté continuar mi obra, en el último minuto. ¿Y si al Agonizante le propusiera un Frente, un Pacto Programático sobre la base de. Por qué no? Temblé. Ahora las riendas de la situación estaban en las manos de la implacable Alcira Fafó, Amena Forbes, Aba Fihur. Que me apartó de un empujón y clavó en la nuca del Sangrante un esterilizado punzón de cincuenta centímetros de largo. Rez murió en el acto. El revólver colgaba flojamente de mi brazo. Basti me miró a mí y yo a él: habíamos vivido para ese momento.
   La habilidad de Arafó nos marginaba. Ella se movía como un pez en el agua. Con impecable y despersonalizada técnica organizó el descuartizamiento del hombre que acababa de morir; luego, hizo un rápido movimiento, imperceptible casi, para agarrar el látigo, pero, astuta se contuvo. Primero seccionó el pito, que fue a parar, dando vueltas por el aire, a las manos de Cali Griselda Tirembón; de ellas, a una sartén con aceite hirviendo. Lo que quedó de la hermosa veta de carne humana encontró su destino final en nuestro pútrido inodoro: Aicyrfó tuvo el especial cuidado de dividir la veta en pequeños trozos con su ALFILER De Marras, para luego hacerlos desaparecer sin pérdida de tiempo. Cortó también la pierna achicada y se la dio a despellejar a Alejo Varilio Basán, fanático de la masturbación. Ella se comió los ojos. Cagreta la cabeza entera. Yo, una mano crispada. El Basti lamió en su rincón trozos irreconocibles, y unas hormigas invasoras liquidaron el resto.
   Sonó el gong. Era La Loca del Alfiler haciéndolo sonar. Sonó el gong. Era ella, levantando la tapa de la sartén y aspirando el aroma con fruición. Probaba con una bolita de miga de pan el ahora vitaminizado aceite y nos miraba a todos con ojos chispeantes. Golpeó otra vez el gong y luego batió palmas con el Alfiler entre los dientes. Todos nos sentamos a la mesa sin chistar. Nos sirvió a cada uno un pedazo de porongo frito, que cada uno devoró a su manera, murmurando apenas aquello de "con tu pan te lo comas". Recuerdo que me soné los mocos con los dedos y me los colgué de las pestañas, como si fueran lágrimas. Tenía perfecta conciencia.
   El desesperado rumor venía de la sala. Mi mujer sometía la cerradura del ventanal del techo al trabajo de sus dientes. Sin pies, era difícil que pudiera afirmarse, abrir, luego de romper la cerradura con los dientes. Cedió la cerradura con un clanc de lo más austero. El barco partió, zarpó una vez más, luego de dejar a su única pasajera. Ella apareció en la puerta del comedor con la boca destrozada pero sin nuestra hija, que ahora seguramente aguardaba en algún lugar del puerto, otro barco, que tampoco tardaría en zarpar. Mi mujer apretó los labios. Sus ojos azules a todos nos abarcaron, en silencio. Vino hasta mí y me enseñó sus muñecas: dos muñones sangrantes. Apretaba entre las encías sus manos aserradas. Sin rabia, las escupió sobre la mesa. Hice un esfuerzo y me aproximé para verlas, verlas con los ojos bien abiertos. La izquierda se posó sobre la derecha; luego, la derecha sobre la izquierda. Tomaron una flor artificial del centro de mesa y la estrujaron. Los pétalos me golpearon en plena cara. Ella se fue, caminando de rodillas.
   Las inscripciones luminosas arrojaban esporádica luz sobre nuestros rostros. "No Seremos Nunca Carne Bolchevique Dios Patria Hogar". "Dos, Tres Vietnam". "Perón Es Revolución". "Solidaridad Activa Con Las Guerrillas". "Por Un Ampliofrente Propaz". Alcira Fafó fumaba el clásico cigarrillo de sobremesa y disfrutaba. Hacía coincidir sus bocanadas de humo con los huecos de las letras, que eran de mil colores. Me lo agarró al entrañable Sebas de una oreja y lo derrumbó bajo el peso de la bandera. Yo la ayudé a incrustarle el mástil en el escuálido hombro: para él era un honor, después de todo. Así, salimos en manifestación.


Osvaldo Lamborghini
Octubre 1966 - Marzo 1967.